No seré la primera, ni tampoco la última, en decir que hemos perdido el norte, los valores, esos que tienen que hablar de la calidad de una sociedad, de los que presumimos en las campañas solidarias mientras sacamos pecho, ¿dónde estaban ayer al mediodía?
Me encanta pasear por Madrid, perderme en sus calles, deambular sin rumbo. Dejarme llevar por impulsos, una fachada, un escaparate, un callejón…
Ayer fue uno de esos días.
Me puse mi calzado más cómodo, me abrigué adecuadamente y me subí a un vagón de tren que me dejaría en el mismo corazón de la ciudad.
Salto al anden y la primera satisfacción es ir contracorriente, tranquila, sin prisas, intentando evitar la marea humana que quiere sumergirme en sus carreras por no perder el siguiente tren, o alcanzar las escaleras de los primeros, todo por arañar unos cuantos segundos al reloj.
Miércoles laborable, hora de comer, buen momento para recrear la vista en el paisaje urbano, y en los distintos personajes que pueblan este espacio. Un día radiante, cielo azul, aire limpio debido a las bajas temperaturas, en torno a los cuatro grados y numerosos tipos humanos moviéndose cual hormigas, cada uno en pos de su objetivo.
Los turistas plasmar todo en sus fotos, los hombres anuncio intentando captar clientes, las gitanas con ramitas de romero en las manos atrapar incautos a los que sacar unas monedas con una pretendida lectura de manos, los músicos quieren, además de las monedas, reconocimiento y aplauso, al igual que los otros artistas callejeros, titiriteros, acróbatas. Los acomodados pretenden conseguir las gangas de los grandes almacenes próximos, los menos acaudalados llevan montones de bolsas de esos otros almacenes más asequibles, los trabajadores vuelven a casa, a comer para luego incorporarse de nuevo a sus quehaceres… Jubilados con mucho tiempo libre se paran ante cada escaparate y cada escena que llama la atención, jóvenes estudiantes llenando huecos entre clases… Sin techo con sus pertenencias en bolsas, entre cartones, protegiéndose del frío como buenamente pueden, un hombre viejo, con un gorro de legionario, medio vuelto hacia la pared, como avergonzado, está junto a un aparato que emite música militar. Cada uno busca su sustento como buenamente puede.
Algo llama mi atención. Un repetitivo soniquete me hace girar la cabeza.
Allí, en pleno centro de esta ciudad, un hombre joven mueve su cabeza violenta y repetidamente.
Tiene atrapado un vaso entre los dientes, y dentro de éste unas monedas, que al chocar entre sí provocan ese sonido. Está sentado, creo que sobre una silla, porque me parece alto. Se pretende que destaque de todas la maneras posibles. No tiene brazos. Y para dejar constancia de ello, solo viste una pobre camiseta de tirantes para dejar al aire sus desnudos muñones a la altura de sus hombros. ¡¡Cuatro grados, la temperatura es de cuatro grados!!
Podría tener un jersey que protegiera su cuerpo del frío intenso que hacía en Madrid, pero no sería lo suficientemente patético. Aunque si lo era el movimiento desesperado de su cabeza agitando las monedas dentro del vaso de plástico tal vez para entrar en calor… y para despertar la compasión del transeúnte.
Pensé en las mafias que trafican con las minusvalías y miserias humanas y las explotan para llenarse los bolsillos. Les es indiferente un bebé, una anciana, un mutilado. ¿Cuántas monedas debía conseguir para que le cubrieran con algo de abrigo y poder entrar en calor?
Sentí vergüenza por pertenecer al mismo género, rabia, impotencia. Me sentí cobarde por mirar para otro lado, como los cientos de personas que pasaron junto a él. No podía apartar de mi mente el sonido de las monedas, ni la visión de los enrojecidos muñones mientras me alejaba de allí apretando el paso y entonces la otra cara, la humana, la amable me vino a demostrar que no todo está perdido.
Vino de la mano de otro ser desventurado, de un sin techo. Éste se encontraba recostado en la pared de una calle cercana, sobre cartones, con su vida metida en varios fardos que le rodeaban y le aislaban de la gélida temperatura, envuelto en una manta gastada y sucia, en la misma que cobijaba a un perro, tan protegido como él mismo. Siempre son más generosos quienes menos tienen.
Dos caras: la generosidad, la compasión, el amor por otro ser contra la avaricia, la crueldad, la indiferencia. Y nosotros testigos mudos, consentidores. ¿Humanos?